Como licenciada en administración, me veo repetidas veces intentando darle valor a las cosas intangibles. No hablo de un valor monetario, o en especias, sino de un valor algo más abstracto: el valor que subjetivamente le damos a las cosas.
Especialmente, me da curiosidad las discrepancias en el valor que le damos al tiempo, cada uno de nosotros: hombres, mujeres, argentinos, tailandeses, europeos, campesinos, empresarios, deportistas, políticos. Todos y cada uno de nosotros, damos al tiempo valores tan diversos como personas hay en el mundo.
Siendo una persona algo basta de energía, con mucha motivación para hacer, me veo en la búsqueda constante de mejorar el uso de mi tiempo. Y muchos lo hacen, desde que se levantan: cepillarse los dientes y ver el pronóstico del tiempo; viajar en transporte público y leer un libro; editar un ensayo mientras aguardamos en la sala de espera; buscar las llaves media cuadra antes de llegar a casa. Estos pequeños actos cotidianos, dan la pauta de una intención implícita de aprovechar el tiempo… aunque en algunos casos puede tratarse de un TOC, pero ese es un tema en el que no ahondaremos hoy.
Sin embargo, ¿qué ocurre cuando perdemos el control? ¿qué ocurre cuando el tiempo ya no nos pertenece? A diario, un subte se demora, un vuelo se reprograma, un tren se cancela. Ante estos imprevistos, ¿qué hacemos? Viviendo en Buenos Aires, noto que la gente ha incluido ya dentro de su “presupuesto diario de tiempo”, estos contratiempos. Ha pasado a ser algo normal llegar treinta minutos, una hora y hasta dos, más tarde a destino: todos los días. En el consultorio de un médico, en el trabajo, la universidad, en cualquier ámbito de la vida se ha vuelto normal, al punto en que la palabra puntualidad ha quedado algo obsoleta por su falta de uso.
Viajando por Europa, me encontré con un tren demorado. La gente, ofuscada por el infortunio de tener un tren demorado quince minutos, se quejaba. La empresa que brindaba el servicio, por su parte, ofrecía algunas opciones alternativas: devolver el dinero del billete, o dejar el billete abierto, en caso de que el pasajero no quisiera esperar a que se regularice el servicio.
Todo lo contrario me ocurrió en Tailandia, cuando un tren estuvo demorado por tiempo indeterminado y nadie daba respuestas sobre el estado del viaje. La gente, estaba tranquila, sentada en el andén esperando a que en algún momento, el tren apareciera.
No es mi intención, hacer una comparación del transporte público en países con diferencias económicas y sociales tan alejadas. Sería ilógico. Ahora, lo que sí me ha impresionado es cómo la gente reacciona de acuerdo a la sociedad, y a lo que están acostumbrados. ¿Qué valor le da al tiempo una persona que vive en Bélgica y cuyo tren se retrasó quince minutos, y porqué un Tailandés espera pacientemente hasta tres horas por un tren, cuando no ha recibido información sobre el estado del viaje?
¿Y en Argentina, qué valor damos al tiempo cuando perdemos el control de la puntualidad?
Bien lo ha dicho Calderón de la Barca: “afortunado es el hombre que tiene tiempo para esperar”.