Cuando el nonagenario Stéphane Hessel escribió ¡indignáos!, difícilmente se haya podido imaginar que el nombre de su breve ensayo iba a convertirse en el apodo de un nuevo fenómeno político. Desde Atenas hasta Madrid, desde Los Ángeles hasta Minneapolis y llegando hasta ciudades tan lejanas y opuestas como Tel Aviv y Santiago del Estero, miles de jóvenes salieron a las calles para mostrarle al mundo que ellos también están indignados. No hay duda alguna de que tanto las causas como las consecuencias de estas protestas son múltiples, diversas e imposibles de abordar en un solo artículo. De la misma forma, algunas fueron numerosas y pacíficas (como cuando 250 mil personas marcharon en las calles de Israel) y otras marginales y violentas (como cuando unos estudiantes incendiaron un Bus y varios edificios de Tottenham, Londres). Sin embargo, el hecho de que todas hayan ocurrido prácticamente al mismo tiempo y de que estén decoradas con slogans similares es una clara señal de que si bien cada protesta es singular, existe un elemento unificador en todas ellas.

Claramente, si hay algo detrás de todas las manifestaciones no es un enemigo, ni mucho menos, una agenda política en común. Algunos de los “Occupy Wall Street” están indignados con Wall Street, aunque la mayoría de las firmas financieras no coticen en ese mercado; otros con el “sistema capitalista”, y lo comunican mediante su muro de Facebook actualizado desde su Ipad, con café de Starbucks de por medio; otros con las “grandes corporaciones”, como si éstas fueran entidades intrínsecamente malévolas con vida propia, independientes de sus accionistas, sus miles de empleados y sus miles o millones de clientes que las convirtieron en grandes; otros con el Estado, como si éste no fuera un producto de la sociedad; y otros con la sociedad, como si ellos no formaran parte de ella. En fin, este abanico de superficialismos e incoherencias es una respuesta natural a la incapacidad de los “indignados” para definir qué o quién es la fuente de su indignación.

Tampoco resulta muy convincente que los “indignados” hayan salido a las calles para repudiar la brecha entre ricos y pobres. Sí, todos vimos el “we are the 99%”. Es cierto que el 1% de la población de Estados Unidos controla el 40% de la riqueza y reciba más del 20% del ingreso del país. Y también es verdad que estas cifras pueden repetirse por doquier. ¿Pero alguna vez fue diferente? ¿Por qué miles de jóvenes se acordaron justo ahora de reclamar por mayor justicia social?. Según el economista Joseph Stiglitz en su artículo “The Globalization of Protest”, porque gran parte de ese 1% está compuesto de especuladores que contribuyeron a tirar abajo la economía global y, además, pagan menos impuestos que un trabajador común y corriente. Thomas Friedman encara el problema desde otra arista. El columnista del New York Times en su artículo “A theory of Everything (Sort of)” manifiesta que “A los empleadores les resulta más fácil, más barato y más necesario que nunca reemplazar labor humana por máquinas, computadoras, robots y empleados extranjeros talentosos. Esto explica porqué las corporaciones son más ricas y los trabajadores de clase media son más pobres. Los buenos trabajos existen, pero requieren más educación y habilidades técnicas…”

Si combinamos la opinión de los dos autores, llegamos a la conclusión de que el movimiento de los indignados se originó porque muy pocas personas se llevan gran parte de la torta (injustamente en muchos casos), mientras el 99% restante está buscando un “buen trabajo” en un mercado laboral cada vez más competitivo. A simple vista esta explicación parece satisfactoria, pero si nos detenemos en el asunto, vamos a encontrar algo más, porque en mi opinión la raíz de las protestas no está en la disparidad entre ricos y pobres, ni en los especuladores que impulsaron y se beneficiaron con la crisis del 2008, ni en las dificultades para encontrar trabajo, ni en la combinación de todos estos factores; en el fondo, este movimiento es producto de una alarmante falta de perspectiva. Esa es la palabra clave en todo este asunto.

Se habla mucho de cómo vive el 1% más rico, pero se dice poco cómo vive el resto. Según un estudio de la Heritage Foundation, el 99.6% de los estadounidenses de bajos recursos tiene heladeras, el 97.7% televisión, el 78.3% aire acondicionado, el 38.2% una computadora y el 29.3% consolas de video. En otras palabras, un pobre de Estados Unidos accede a una gama de bienes y servicios por los que cualquier rey de la antigüedad hubiera ido a la guerra y cualquier multimillonario de principios del siglo XX hubiera entregado su fortuna.

Los universitarios que “ocuparon Wall Street” no están protestando porque el 22.7% de los pobres de su país no tienen aire acondicionado. Están protestando porque se acostumbraron a poseer tanta riqueza durante toda su vida que la mera posibilidad de no tenerla asegurada en el futuro les resulta indigerible. Están protestando porque siempre dieron por sentado (dimos por sentado) que con un título universitario nos alcanza para tener un “trabajo digno” y cobrar un “salario digno”, cuando la realidad es que un trabajo relativamente satisfactorio y bien remunerado es una bendición por la que debemos luchar, no un derecho adquirido desde que salimos de la universidad. Y, sobre todo, están protestando porque, entre los golpes de la crisis económica y las exigencias de un mercado laboral cada vez más competitivo, se están dando cuenta de todo esto; y asimilar que la vida no es un cuento de hadas es difícil para unos y extremadamente difícil para otros;  principalmente, cuando al mismo tiempo estamos presenciando la era de mayor prosperidad económica de todos los tiempos.

Nadie está diciendo que debemos comparar la riqueza de hoy con la de ayer, conformarnos con lo que tenemos y pasar a otro tema. Pero acá viene el quid de la cuestión: si no empezamos a re-valorar la riqueza material que nos rodea junto con el esfuerzo que hicieron las generaciones pasadas para conseguirla, nunca vamos a estar motivados para conservarla y eventualmente compartirla, porque siempre vamos estar insatisfechos con nuestras posibilidades e indignados con el blanco de turno. Sea éste un especulador financiero, un funcionario del estado, un sistema político/económico (el mismo que sacó a 500 millones de chinos y 150 millones de hindúes de la pobreza absoluta) o una calle llamada Wall Street.

No me confundan: en el mundo hay hambrunas, políticos corruptos, guerras narco, trata de blancas, especuladores financieros sin escrúpulos, dictadores con sangre en las manos, terroristas sueltos, contaminación ambiental y cientos de motivos por los que cualquier joven puede sentirse indignado. Por eso existen foros como el SABF, donde en lugar de gritarle a nuestros líderes, les hacemos preguntas; y donde en lugar de repetir reclamos vacíos, tratamos de buscar soluciones factibles a problemas concretos. Pero cuando la “indignación” se fundamenta con slogans para las cámaras, carece de perspectivas y hasta puede tornarse violenta, no solo es contraproducente, es indignante.