Un relato de caballos, croatas medievales, y la caída de Tenochtitlán
Un ensayo escrito por Rodrigo Varela (participante del SABF 2017 y 2019) y Gastón Rizzo (organizador SABF 2020). Si te gustaría escribir para nuestro blog, mándanos un mail a blog@sabf.org.ar.
Si uno observara una manada de caballos salvajes vagar por lo silvestre, podría inferir, con un alto grado de certeza, el orden jerárquico de sus miembros. Resulta ser que los caballos tienen una estructura social altamente estratificada para determinar la forma en que viaja la tropilla: al frente va quien está más arriba en la cadena de comandos, y atrás quien limpia los baños. Entre medio de los niveles jerárquicos viajan las crías del que va al frente. La pirámide también define quién come primero y quién debe hacer frente a los peligros.
La estructura de poder equina es, por lo general, lineal. Aun así, hay abundantes casos estudiados de manadas con sistemas no lineales: el caballo A puede dominar por sobre el B, el B sobre el C, y sin embargo C puede dominar por sobre A. Sumémosle a eso que diferentes individuos pueden dominar sobre diferentes recursos, y nuestras neuronas acabarán fritas.
Este parece un buen momento para mencionar que las manadas de equinos no pasan de los 25 individuos. Si la complejidad en la organización de grupos es tal cuando hablamos de pequeños cúmulos de animales, ¿cómo podría no ser vasta al hablar de masivas sociedades de seres complicados como los humanos?
Desde el alba de la civilización, la humanidad ha encontrado siempre una creciente estructura. Las sociedades primitivas se agruparon primero en bandas nómadas de en torno a las docenas de personas. Con el devenir de los milenios, éstas evolucionaron para formar tribus de cientas y cacicatos de pocas miles, que se agruparon o pelearon (más bien una que la otra) para formar estados de muchas más. Evolucionaron los niveles burocráticos y la centralización de la toma de decisiones, y de su mano lo hicieron las percepciones religiosas y económicas.
El siglo XVIII, con sus revoluciones y demás porquerías, llegó entonces para hacer un verdadero desastre de lo que acabamos de decir. Expansiones exponenciales de las riquezas y nuevas concepciones del individuo dieron forma a las sociedades en elaboradas redes de variada geometría. Luego, la globalización contribuyó a construir una masiva estructura social subyacente, con aparentemente infinitas conexiones.
Abre paréntesis.
Una breve historia de las pandemias
Cambiemos de tema por unos minutos y refresquemos nuestra memoria sobre lo sucedido en octubre de 1347. Los navíos comerciales que atravesaban el Mediterráneo introdujeron a Europa lo que luego se conocería como la peste negra, una cepa mortífera de peste bubónica transmitida por pulgas probablemente transportadas por roedores. La enfermedad mató entre el 30% y el 50% de la población de las áreas infectadas —fue tal la mortalidad que le llevó al Viejo Continente 200 años para recuperar su población.
La comprensión médica en tiempos de la peste era más bien limitada: se brindaba tratamiento sumergiendo a los pacientes en vinagre, haciéndolos sentar cerca de un fogón o restregándoles un trozo de paloma en sus heridas (la historia es grotesca por naturaleza). Sería, no obstante, una injusticia a nuestros antepasados no mencionar que algunos de los métodos de prevención utilizados hoy en día también fueron implementados en el medioevo, tal como muestra esta ordenanza municipal de Ragusa, actual Croacia:
«Aquellos que arriben de zonas infestadas por la peste no entrarán [a Ragusa] o su región, a menos que pasen un mes en el islote de Mrkan o el pueblo de Cavtat, con el propósito de desinfectarse»
La propagación de la peste negra siguió rutas comerciales: los depósitos oscuros y húmedos de los barcos de mercancías fueron hogar de más de una rata viajera, y el transporte terrestre también presentaba un medio viable. No debería, entonces, sorprender al lector que lugares como Polonia o la ciudad de Milán, que prohibieron la entrada a todo ciudadano foráneo, sufrieran un impacto menos devastador. También hubo casos de islas aisladas del Mediterráneo que no registraron olas de esta infección.
Saltemos cientos de años hacia el futuro, a una época en que el tendido telefónico asomaba en las urbes y la ingesta de alimentos se practicaba, al fin, con cubiertos. La pandemia de gripe de 1918 infectó a un tercio de la población mundial y en un corto lapso se tornó en el brote infeccioso más letal en siglos. Es difícil trazar un paralelismo con otras épocas en lo que a la respuesta de gobiernos respecta, pues en Occidente aún no concluía la Primera Guerra. Sólo al analizar estados menos involucrados, como Australia, encontramos el mismo patrón de reacción: fronteras cerradas y absoluta auto-conservación.
La baja de un 20% en tráfico aéreo asiático del 2003, relacionada al SARS, y las restricciones de viaje en épocas del brote de influenza de 2009 resaltan este hecho.
Si dijimos que las sociedades tienen distintas geometrías, podemos pensar que las epidemias adaptan su forma para encajar en dichas geometrías: lo que han hecho los gobiernos es fragmentarlas para detener su diseminación.
Cierra paréntesis.
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Entonces, la pregunta lógica es, ¿qué tan capaz es cada una de estas «formas» sociales de mantenerse de pie frente a los reiterados desafíos de la madre naturaleza sobre nuestra capacidad de supervivencia? Es decir, ¿es preferible un enfoque basado en lo nacional? ¿O un esfuerzo internacional y cooperativo?
Hay evidencia de sobra que dé cuenta de la idoneidad de los esfuerzos individuales, por sobre el colectivismo, para enfrentar amenazas como las pandemias. De hecho, pareciera que el viejo aforismo que dio a luz a la teoría económica clásica deviene en realidad, más que nunca, al tratar con brotes a gran escala de enfermedades infecto-contagiosas. Después de todo, si cada país se comporta de la forma que lo ayude a controlar mejor su situación, la suma total de los esfuerzos de cada uno de ellos resulta en una mejoría de la condición global.
La naturaleza de las enfermedades infecciosas es tal que esta dinámica no es sino razonable, conforme observamos el progreso humano y los motivos por los que históricamente hemos pasado a criar malvas. Vacunas, antibióticos, y un centenar de avances médicos han, por lo demás, relegado lo que otrora fuera el suplicio de la humanidad a una causa menor. Degeneraciones congénitas y cronológicas de nuestro cuerpo, tales como el cáncer, Alzheimer o condiciones cardíacas se han puesto al frente de nuestras preocupaciones sanitarias. Y, a menos que estemos espectacularmente equivocados en nuestro entendimiento del cáncer, un paciente no pone en riesgo de contagio a quienes lo rodean. Uno no puede toserle su arritmia a otra persona ni dejar rastros del mal de Parkinson en superficies por falta de higiene. Ergo, una coordinación internacional para tener a las mejores mentes trabajando en esos problemas médicos es nuestra mejor esperanza.
Pero esos son problemas modernos, que requieren soluciones modernas, como reza el meme. Si intentáramos aplicar la misma mecánica a estallidos virales de una amenaza anterior la deliberación asfixiaría toda chance de salvamento. Por ende, al volver a luchar contra un enemigo más primitivo, también reculamos hacia estrategias primitivas que demostraron ser exitosas, previas a la globalización. Previas a la comunicación masiva. Y sólo entonces nos percataremos de que la distancia física es aún una limitación en términos de interacción potencial, incluso en este mundo hipercomunicado.
Así que démonos una palmadita en la espalda: hemos resuelto una catástrofe inminente y un dilema filosófico en no más de dos o tres párrafos, con tiempo de sobra para tomar un café y compartir galletitas con nuestros amigos —si no fuera por la cuarentena, claro está. ¡Nos vemos!
Un momentito, por favor
Aunque, por una cuestión de argumento, ¿y si aquí no acabara la cuestión? Para empezar, una de las máximas de la teoría económica es que todos los individuos, sean estos naciones o humanos aislados —y no, la ironía de considerar individuos divisibles no escapa a ninguno de los autores— se comportan como decisores racionales. Ahora bien, es más que sabido que todos y cada uno de los líderes políticos de esta prodigiosa Tierra son individuos mentalmente equilibrados y racionales al pie de la letra. Pero...
Los jefes de gobierno de varios países subestimaron el potencial impacto de la actual pandemia ya entrados en su declaración como tal, o se negaron a imponer, o siquiera promover, medida alguna de aislamiento social. Y esto vale para líderes de ambos lados del espectro político. Sin mirar más allá de nuestra propia Latinoamérica, podemos tomar como referencia a Bolsonaro o López Obrador. Pero hay más como ellos. Entonces, disculpen nuestro escepticismo pero uno se pregunta si nuestros líderes son en verdad decisores racionales ideales o, Dios no lo permita, seres humanos imperfectos —que podrían aprender alguna que otra cosa de los administradores medievales de Ragusa.
Y si incluso cuestionamos la capacidad de las políticas egocéntricas de velar por los intereses de una nación ¿qué permanece incuestionable en este modelo? Después de todo, Adam Smith no contempló la posibilidad de que algún jugador de peso fuera tan terrible cuidando de sí mismo en el largo plazo que pudiera convertirse en un riesgo para los demás. Sí consideró, empero, que las decisiones ilógicas serían castigadas al punto de que no tendrían un efecto neto negativo. Y, para ser justos, el modelo ha sido bastante acertado hasta el momento, así que le daremos el beneficio de la duda.
Siguiendo este último principio económico sobre la irracionalidad, entretendremos la idea de que no es necesario que todas las naciones oigan la voz de la razón al luchar contra este coronavirus, sino que aquellas que lo hagan triunfarán sin importar la irresponsabilidad de las que no.
Para discutir este punto, hemos invitado a los Aztecas. O, bueno, lo hubiésemos hecho si su civilización no se hubiera borrado de la faz del planeta, en buena parte por culpa de la viruela. Por supuesto que sería una grosera tergiversación de la evidencia adjudicar su desaparición enteramente a un virus, más aún cuando hasta el día de hoy se discute el grado de influencia que éste haya tenido. Pero no hay duda que tuvo su rol en la caída de Tenochtitlán, que los intentos por contener el brote fallaron miserablemente y que el hecho de que las fuerzas españolas no hayan tenido que lidiar con la misma amenaza contribuyó a ambos. Claro, hoy en día no transcurren grandes conflictos armados —incluso el Estado Islámico mando a llamar a sus terroristas de Europa— pero tampoco se tenían que preocupar los aztecas por un tránsito aéreo global desenfrenado. Y, sin importar los medios por los que se pueda dar la interferencia, perdura el punto de que la actividad extranjera nociva estorba los esfuerzos de cualquier sociedad por luchar contra una pandemia.
En otras palabras, se necesita una clase inteligente, implícitamente compartida de autoenfoque. Quizás una especie de coordinación… Un segundo, ¿no estábamos abogando por el individualismo? Y si la coordinación es un elemento clave para que funcione, ¿en qué sentido es individualista? ¿Fuimos tan estúpidos de cambiar de posición en el medio del debate o acaso estaba mal la pregunta desde el principio?
Una mejor pregunta para hacernos quizás no sería si el individualismo funciona mejor que el colectivismo para combatir pandemias, sino en qué gama del espectro cae esta estrategia indiscutiblemente superior. O, incluso, ¿dónde trazamos la línea entre un individualismo que justifica su aparente egoísmo en una ganancia neta positiva y un colectivismo que mide su éxito en la suma total de un universo de mejoras individuales? Por obvia que parezca la diferencia de vez en cuando, situaciones menos polares y más enrevesadas nos fuerzan a reevaluar las lógicas binarias bien establecidas a las que nos aferramos para sentirnos en control.
Y debemos considerar que los desafíos que surgen de la última adición a nuestro repertorio de pandemias pueden no ser más que otro reflejo de aquellos que ya nos preocupan en el terreno de estructuras y tecnologías que nos son foráneas volviéndose virales. Bien puede que, como al tratar de escalar las dinámicas sociales de caballos a las humanas, la plantilla sea demasiado simplificada para ser una representación fidedigna de la realidad, sin importar cuánto nos maravillemos con su complejidad. Que la ciega fe que depositamos en nuestro débil entendimiento del universo sea la raíz de nuestro vagar sin rumbo, y que la claridad nos sea esquiva porque en verdad no la hemos tenido nunca.
O quizás no. En síntesis, es bastante incierto.